Después de haberlo pasado muy mal durante bastantes años, el periodista y divulgador Johann Hari había llegado a la cima. La adaptación de su último libro (Tras el grito) había sido nominada a los Oscar y le salía el dinero por las orejas. Pero él se sentía irritado y ansioso demasiadas horas del día. Era incapaz de leer un libro, o de ver una película, sin distraerse. Su ahijado, un adolescente con el que no hacían carrera, pasaba días enteros saltando de una pantalla a otra, de una red social a otra, consumiendo compulsivamente vídeos de pocos segundos, porno, mensajes instantáneos, fotos... y todo el fast food que encontraba por las redes.
Mirarse en el espejo de una persona tan cercana, alguien "inteligente y sensible" que había perdido por completo el control de su vida, motivó a Hari a emprender primero un proceso de desintoxicación digital en un pueblo perdido y después un viaje por todo el mundo para preguntar a los investigadores más importantes sobre un asunto que, al principio, ni siquiera tenía etiqueta. Un problema que ahora, años después, define como la gran plaga de nuestros días: la crisis de atención que sufrimos millones de personas en todo el planeta. Esa creciente incapacidad para sentirse presente en el mundo.
Los investigadores que consultó Hari explicaron que el problema viene de atrás (nada menos que de finales del siglo XIX) y que se está acelerando a una velocidad vertiginosa, que el detonante no son solo los teléfonos móviles. Y que hay un montón de experimentos en marcha que hacen pensar que podemos combatir eficazmente contra esta "enfermedad de espíritu" si nos lo proponemos. El resultado está plasmado en un libro (El valor de la atención) que ha cosechado los elogios de cientos de personalidades del mundo anglosajón (de Hillary Clinton a Oprah Winfrey) y que fue traducido al español a principios de este año.
Hablamos del tema con el protagonista aprovechando su paso por Madrid. Nos atiende en las instalaciones de la Universidad Schiller, en pleno paseo de Recoletos, donde el autor ha acudido para impartir una conferencia. Durante la hora y media de entrevista, mi móvil nos interrumpe dos veces y Hari me observa con una mezcla de comprensión y satisfacción mientras trato de silenciar el cacharro.
PREGUNTA. Al leer tu libro, tenía la sensación de que la mayoría de las cosas que cuentas afectan en mayor o menor medida a todas las personas que nos rodean. Y a mí mismo, claro.
RESPUESTA. La razón por la que empecé a investigar sobre este tema es porque entendí que mi propia atención estaba empeorando. Me di cuenta de que cada vez me costaba más leer libros, tener conversaciones profundas o incluso ver una película. Cosas que habían sido muy importantes durante toda mi vida, cosas que habían marcado mi personalidad, y ahora empezaba a ser incapaz de hacerlas. Al principio me daba miedo investigarlo. ¿Era un problema de fuerza de voluntad? ¿Qué me estaba pasando?
P. El problema está por todos lados, empezando por el trabajo.
R. Los estudios dicen que un oficinista estándar ya no le dedica más de tres minutos a una misma tarea. Yo nací en los años 80 y, cuando tenía siete años, había ya bastantes niños con déficit de atención. Empezaba a ser un asunto preocupante. Pero la cifra se ha multiplicado por 100 desde entonces. Cuando empecé a ver estos datos, me di cuenta de que el problema era mucho más grande de lo que yo podía imaginar. El detonante final para meterme en serio a escribir sobre esto fue la relación con mi ahijado, algo que narro en el libro. Cuando vi lo que estaba sufriendo, me di cuenta de que realmente necesitaba llegar hasta el fondo de esta cuestión porque era un problema gravísimo.
P. Has pasado meses viajando por todo el mundo para entrevistar a científicos y conocer sus experimentos de primera mano.
R. Lo primero que hice fue aplicar mi formación en Cambridge para establecer las bases y emprender un viaje por todo el mundo, desde Moscú a Melbourne, para entrevistar a más de 200 expertos en atención, a los mejores del mundo. Me leí todo lo que estaba siendo publicado al respecto y lo primero que me sorprendió es descubrir que la tecnología es solo una parte del problema. Yo pensaba que era el único problema.
P. ¿No es el factor más importante?
R. Es un factor importante, y un multiplicador definitivo, pero no es lo único que nos está pasando. Hay evidencia científica de al menos 12 factores que pueden provocar que mejore o empeore tu atención. Algunos de esos factores son tecnológicos, pero otros no. Por ejemplo, la comida está afectando muy negativamente nuestra atención. La cultura laboral y la distribución de nuestras oficinas, también. Las escuelas, también. La contaminación de aire tiene también un fuerte impacto. Mi primera conclusión es que hay que replantearse lo que sabemos del tema. No se trata de la fuerza de voluntad de las personas y nuestros hijos no sufren una desviación. La raíz del asunto es nuestra forma de vida. Hay algo profundamente equivocado en nuestra manera de estar en el mundo.
P. Creo que todos hemos asumido que el problema de la atención está provocado por los teléfonos móviles.
R. Descubrir lo contrario me sorprendió mucho. Sabemos que las aplicaciones de nuestros teléfonos están diseñadas para atraer nuestra atención y no soltarla. Si ese fuese el único problema, se podría reparar regulando su funcionamiento. Y es urgente que empecemos a hablar del tema y a hacerlo. Pero el asunto va más allá y se ha estado larvando durante mucho tiempo. De hecho, hay bastante pesimismo al respecto. El profesor Sune Lehmannn, un investigador de Copenhague, hizo el primer estudio que demostró que nuestra atención colectiva está empeorando drásticamente. Fue capaz de rastrear el problema y descubrió que lleva decayendo al menos desde 1880. Desde entonces, cada década es peor que la anterior. Me pareció chocante que afirmase algo así y fui al MIT para entrevistar al profesor Earl Miller, que es uno de los principales neurocientíficos del mundo. Me dijo: mira, hay una sola cosa que debes entender sobre el cerebro humano para seguir con tu trabajo. El cerebro está preparado para pensar conscientemente en una sola cosa. Esa es una limitación fundamental y no ha cambiado significativamente en 40.000 años. Así que no va a cambiar para ti ni para mí.
P. Pero todos tenemos la sensación de que podemos hacer varias cosas al mismo tiempo. Conducir y hablar por teléfono. Ver una entrevista en televisión y comentarla Twitter...
R. Hemos caído en una especie de engaño masivo. Hemos llegado a un punto en el que el adolescente promedio cree que puede seguir seis o siete cosas al mismo tiempo. Científicos como el profesor Miller han estudiado esto en el laboratorio. La mayoría de las personas están seguras de que puede estar pendientes de muchas cosas, pero en realidad no es así. Lo que sucede que es el cerebro hace malabarismos para pasar muy rápido de una tarea a otra. Por eso tenemos esa sensación a todas horas. ¿Qué me acabas de preguntar? ¿Qué acabo de responder por WhatsApp? ¿Qué dicen en la televisión? ¿Qué acabo de ver en Facebook que me ha dejado inquieto? ¿Cedo el paso al conductor que entra en la rotonda? ¿Qué canción está sonando? ¿Me acaba de llegar una notificación? Pero esos malabarismos tienen un costo muy alto para nuestro cerebro.
P. ¿Cuál sería ese costo?
R: El término técnico es costo de la alternancia. Las personas acabamos haciendo muchas cosas al mismo tiempo, pero de manera cada vez menos competente. Cometemos más errores, recordamos menos, somos mucho menos creativos y acabamos exhaustos y enfadados. Pero es peor que eso. Te lo explico con un ejemplo: en Hewlett-Packard, la compañía de impresoras, contrataron a un científico para estudiar la productividad de sus trabajadores. Los dividieron en dos grupos. Al primer grupo se le ordenó seguir con sus tareas, sin interrupciones. Al segundo grupo se le ordenó hacer su trabajo al mismo tiempo que contestaban llamadas y correos electrónicos sin parar, que es más o menos como vivimos casi todos ahora. El experimento se alargó en el tiempo y, al acabar, el segundo grupo había perdido diez puntos de coeficiente intelectual sobre el primero. Cuando te fumas un porro de marihuana y estás muy colocado, tu coeficiente cae un cinco por ciento. Es decir, las interrupciones constantes tienen un efecto sobre tu inteligencia a corto plazo dos veces superior al de la marihuana.
P. ¿La receta es más porros y menos interrupciones?
R. (Risas) Obviamente, lo ideal es que no haya ni porros ni interrupciones. No quiero que se me entienda mal, no estoy animando a nadie a fumar marihuana. Pero sí, las distracciones constantes son más dañinas para el cerebro que la marihuana. El doctor Miller dice que nos hacen vivir una tormenta perfecta de degradación cognitiva. Y el problema empezó mucho antes de la telefonía móvil, aunque obviamente el teléfono ha acelerado brutalmente los procesos.
P. Hablas de un error común en el libro que creo que cometemos casi todos cuando pensamos que podemos aguantar esta vida de estímulos constantes siempre que descansemos lo suficiente.
R. El descanso es muy importante y el agotamiento realmente daña aún más la atención. Pero tienes razón en lo que dices y esto es algo que me sorprendió tanto como a ti. Como decía, al principio pensé que el problema era mi autocontrol. Alguien había inventado el teléfono, pero yo me había hecho un adicto y era mi responsabilidad. La solución me parecía bastante obvia. Solo tenía que usar mi fuerza de voluntad para separarme del teléfono. Además, yo era un privilegiado porque los derechos de mi anterior libro acabaron siendo nominados a un Oscar en Hollywood y había ganado mucho, mucho dinero. Podía permitírmelo y quizá, quién sabe, escribir sobre la experiencia.
P. Así que decidiste hacer una desintoxicación radical de pantallas.
R. Exacto. Me fui tres meses a un pequeño lugar llamado Provincetown, en Cape Cod. Sin teléfono, sin internet. Tengo que admitir que fue muy difícil al principio. Luego me sorprendió lo rápido que estaba mejorando mi atención. ¿Sabes? Yo era consciente de que en muchos momentos de la historia la gente ha creído estar experimentando algún tipo de declive social cuando, en realidad, lo único que les ocurría era que estaban envejeciendo. Siempre resulta tentador confundir nuestra decadencia personal con la de la especie humana. Pero pronto entendí que no era el caso. De pronto, mi atención era tan buena como cuando tenía 17 años. Leí Guerra y paz sin pestañear, con la pasión de cuando era un adolescente.
P. ¿No tuviste recaídas?
R. Vivimos en un entorno que nos ha acostumbrado a esas pequeñas recompensas. Recuerdo vívidamente estar caminando por la playa y ver a todo el mundo consultando sus teléfonos. Mi impulso fue arrebatárselo de las manos y conectarme a Instagram. No quiero sonar pretencioso, pero me acordé mucho de lo que decía Simone de Beauvoir al volverse atea. Decía que era como si el mundo se hubiera quedado en silencio. Mi mundo se quedó en silencio sin redes sociales. Daba vértigo. Si estás entrenado por esta maquinaria que te alimenta de recompensas, de likes, de seguidores… Cuando desaparecen, primero experimentas es un alivio, pero luego empiezas a echar de menos los corazones, las reacciones, las polémicas. Estamos entrenados en el narcisismo y todo eso desaparece de golpe. En las conversaciones de la vida real nadie te tira corazones. Imagínate esta entrevista si nos empezamos a lanzar corazones a cada frase. Seríamos dos chalados. En resumen, la conclusión es que no basta con dejarlo. Te deja un gran vacío al que no estás acostumbrado y hace falta rellenarlo con algo.
P. En el libro hablas de estados de flujo. Habría que explicar primero en qué consisten porque creo que la gente no está muy familiarizada con el término.
R. Cierto. Aunque no conozcan el término, todos habrán experimentado un estado de flujo. Es cuando estás haciendo algo y realmente te metes dentro y tu sentido del tiempo se desvanece, tu sentido del ego se desvanece y de pronto han pasado varias horas y no te has dado cuenta. Los escaladores dicen que cuando escalas y entras en un estado de flujo, es como si tú fueses la roca. Cada cual entra en estados de flujo por motivos distintos. Yo por ejemplo lo logro escribiendo. Otros lo logran haciendo deporte. Otros cocinando. Otros practicando una cirugía. Otros leyendo. Otros con el sexo. Cualquier cosa que sea significativa para las personas puede inducir a un estado de flujo.
P. ¿Qué descubriste sobre los estados de flujo?
R. Fui a entrevistar al primer tipo que acuñó la expresión. Un hombre increíble, el profesor Csikszentmihalyi. Por cierto, le hice su última entrevista porque murió poco después. Me explicó que los estados de flujo son realmente importantes para comprender la atención porque son la forma más profunda de atención que los humanos pueden lograr. No es algo que se consiga cuando nosotros queramos, pero hay cosas que se pueden hacer para lograrlo. Tres fundamentales. La primera es reservar una buena cantidad de tiempo a una sola actividad, sin interrupciones. La segunda es elegir una meta que sea significativa para ti. Si tratas de fluir hacia algo que realmente no te importa, no funcionará. La tercera, y esto me pareció un poco contradictorio, es que tienes que colocarte al límite de tus habilidades, al borde de tu zona de confort. Si eres un escalador de talento medio, no vale con trepar la pared de tu jardín. Eso es demasiado fácil. Pero tampoco te vayas al Everest, que será demasiado difícil. Hay que buscar una roca un poco más alta y más dura de la que escalaste la última vez. Entrar en estados de flujo es la mejor manera de llenar el vacío que queda cuando tratamos de dejar atrás el estilo de vida que destruye nuestra atención.
P. En tu libro relacionas los problemas de atención individual con nuestros problemas sociales, incluso con el deterioro de nuestros sistemas democráticos. Dices: "No creo que sea casual que esta crisis de atención coincida en el tiempo con la peor crisis de la democracia desde la década de los años 30".
R. No es solo que nuestra atención individual se está derrumbando, nuestra atención colectiva también se está derrumbando. Cuando países tan diferentes como Gran Bretaña, Brasil o Birmania se polarizan de la misma manera, es que está ocurriendo algo. No puede ser una coincidencia. Está claro que hay algún mecanismo subyacente en marcha y seguramente sea la suma de muchos factores. Pero, por ejemplo, el impacto de las redes sociales es evidente. Son empresas que ganan dinero captando tu atención y ofreciéndote un chorro infinito que te aturde. El algoritmo va aprendiendo de ti y se hace cada vez más eficaz para mantenerte enganchado. Pasé mucho tiempo en Silicon Valley entrevistando a las personas que diseñaron estas cosas y lo explican con tal crudeza que al principio parece que esconden algo. Su único objetivo, admiten, es hacer un producto lo más efectivo posible para que pases más y más tiempo enganchado. Eso es todo. Lo dicen con una sonrisa. Igual que a los directivos de Kentucky Fried Chicken lo que les importa es que la gente vaya a sus restaurantes a comer cuantos más cubos de pollo frito mejor; a los responsables de estas empresas de Silicon Valley lo único que les importa es adueñarse de tu atención el mayor número de horas posible. Y son increíblemente buenos haciéndolo.
P. ¿Y cómo afecta esto a la calidad de la democracia?
R. Mi amigo Tristan Harris, que está en el corazón de Google, dice que, si te lo propones, puedes lograr el autocontrol. Pero resulta que cada vez que logras domar tus impulsos, hay 10.000 ingenieros al otro lado de tu pantalla trabajando muy duro para boicotear tus esfuerzos. Manejan una maquinaria increíblemente sofisticada para piratear e invadir nuestra atención. No porque sean personas malvadas, sino porque eso les hace ganar dinero. Bien. Pues todo esto tiene un efecto inesperado sobre la democracia. Por un lado, la gente deja de prestar atención a los asuntos profundos e importantes. Y una democracia sana necesita que los ciudadanos presenten un mínimo de atención, que se enfoquen de vez en cuando en entender algunas cosas. Y eso no está sucediendo.
P. ¿Están menos informadas de las cosas importantes las personas ahora que hace unas décadas? ¿Ese es todo el problema?
R. No. Hay otro mecanismo relacionado con la atención que tiene un efecto devastador en nuestras democracias. Los algoritmos están configurados para engancharnos a la pantalla. Desde su inicio descubrieron una verdad sobre la psicología humana que se conoce bien desde hace muchos años. Se llama sesgo de negatividad y es muy sencillo. A los seres humanos nos atraen más las cosas que nos hacen enojar, las cosas que nos inquietan. Si ves un accidente en la carretera, si ves una pelea... te quedas mirando. Podemos estar teniendo una entrevista muy interesante, pero, si ahora estalla una pelea a sillazos en la calle, nuestra atención se va a escapar hacia la ventana irremediablemente. Eso siempre ha sido parte de la naturaleza humana, pero cuando ese sesgo de negatividad se combina con algoritmos, el resultado es terrible. Nos pasamos horas y horas de nuestros días viendo cosas que nos enfadan, que nos asustan…
"Estamos metidos en una realidad que premia a las personas más crueles, más malintencionadas, que les da un megáfono a los pirómanos"
P. ¿Y eso afecta a la manera en la que votamos?
R. Imagínate que dos chicas van a la misma fiesta. En el autobús de vuelta, una lo resume en TikTok contando lo bien que lo han pasado, mientras que la otra se dedica a insultar a otras chicas, a llamarlas putas y a decir que el novio de Karen es un imbécil. ¿A quién va a premiar el algoritmo? Para empezar, la máquina sabe qué lenguaje tiene más éxito. Y luego las reacciones van a hacer su trabajo. El post de la primera chica apenas va a tener interacciones, pero el otro va a tener muchas. Ahora imagínate eso mismo llevado a la política, a la sociedad entera. Es exactamente lo que está pasando, que estamos metidos en una realidad que premia a las personas más crueles, más malintencionadas, que les da un megáfono a los pirómanos. Una realidad que, por el contrario, esconde a las personas decentes, amables y constructivas que quieren comprometerse, que quieren razonar y mirar la evidencia. Y así es como están llegando al poder en todo el mundo políticos destructivos, conspiranoicos y violentos. Y no solo políticos, claro.
P. Es evidente que estas empresas son conscientes de lo que están provocando desde hace ya bastantes años.
R. Facebook preparó a un grupo de científicos para averiguar cuál era su papel en esta polarización tóxica. Los resultados se acabaron filtrando y lo que descubrieron fue bastante impactante. El algoritmo actual promueve inherentemente el odio. De hecho, un tercio de todas las personas que se habían unido a grupos neonazis en Alemania lo hicieron porque el algoritmo lo recomendaba específicamente. Los propios científicos de Facebook dijeron que la única solución es abandonar el modelo de negocio actual. Obviamente, Mark Zuckerberg no quiso saber nada del tema. Creo que a estas alturas ya es evidente que esta dinámica es catastrófica para la democracia.
P. ¿Realmente crees que hace tres décadas las personas estaban mejor preparadas para tomar decisiones? ¿Estaban mejor informadas?
R. Mira, tú y yo tenemos una edad similar, así que estoy seguro de que recuerdas la crisis de la capa de ozono. Aquello estalló en los ochenta. Estábamos usando masivamente un químico que provocaba un agujero en la capa de ozono, la que nos protege de los rayos del sol. Eso podía provocar que se derritiese el Ártico, ¿recuerdas? Científicos de todo el mundo se dieron cuenta y se lo explicaron a la gente. Los gobiernos y las personas prestaron atención, actuaron, y la crisis se ha resuelto. No se distrajo la atención con teorías de la conspiración y chorradas. Desde España a la URSS, las autoridades y la sociedad se organizaron para dejar de usar estos químicos. Ahora la capa de ozono se ha curado casi por completo. ¿Qué crees que sucedería si esto estallase ahora? Empezarían a salir tipos cuestionando a los científicos, otros acusando a George Soros de manipular a las masas, empezarían a gritarse unos a otros, y no resolveríamos nunca el problema. La capa de ozono se disolvería mientras nos gritamos. La crisis de atención deteriora nuestras vidas y las de nuestros hijos, pero también destruye nuestras sociedades y nuestros sistemas políticos.
P. Están llegando a la edad adulta las primeras generaciones que no han conocido cómo era el mundo antes de que todo el mundo tuviese un teléfono móvil con internet.
R. De media, los niños de hoy usan TikTok durante 100 minutos al día. Y el video promedio es de ocho segundos. Uno de los primeros efectos es que aumenta el estrés de manera continuada. Para documentarme sobre esto hablé con la doctora Nadine Burke-Harris. Me pidió que imaginase cómo me sentiría si un día voy por mi barrio y me ataca un oso. Sería algo bastante traumático, que me haría estar alerta durante un tiempo. Me costaría leer un libro o escribir un artículo porque mi cerebro estaría bajo los efectos de un evento que casi me cuesta la vida. Eso ni significa que mi cerebro esté fallando, al revés, está haciendo su trabajo. He corrido un riesgo y me obliga a ser vigilante. La doctora Burke me dijo: ahora imagina que a las dos semanas te vuelve a atacar otro oso y vuelves a sobrevivir. En ese caso, vas a tardar bastante en volver a alcanzar el estado mental necesario para leer con calma un libro. No vas a poder concentrarte, vivirás agitado, asustado. Pues bien, mucha gente vive en un estado de hipervigilancia constante, como si le atacase un oso por semana. Por riesgos reales y por riesgos percibidos sobre inseguridad financiera, sobre virus, sobre amenazas reales o inventadas, problemas que aparecen constantemente en nuestro día a día.
"¿Qué imbécil se pondría a leer una novela en Ucrania mientras bombardean su barrio?"
P. ¿Y cuáles son los efectos de eso?
R. Hay muchos estudios sobre la dificultad de concentrarse en algo cuando se sufre inseguridad financiera, cuando temes no poder pagar el alquiler. No podemos concentrarnos si no nos sentimos seguros. ¿Qué imbécil se pondría a leer una novela en Ucrania mientras bombardean su barrio? Cualquier cosa que aumente el estrés disminuye la atención. Y vivir en un ambiente de odio y miedo socava gravemente la atención. Ahora, si pensamos en las cosas que hemos logrado en nuestras vidas y que nos hacen sentir orgullosos, la mayoría de ellas han requerido una gran cantidad de atención: ser un buen padre, aprender a tocar la guitarra, escribir un libro… Lo que sea. Si tu capacidad para prestar atención se deteriora, tu capacidad para lograr objetivos se deteriora. Es así de sencillo. La buena noticia es que se puede recuperar muy deprisa la atención. Podemos recuperar nuestro superpoder como especie. La atención es el núcleo de todos los logros humanos. Recuperarla produce una sensación increíble.
P. Yo creo que se trata de un problema del que la mayoría ya somos conscientes, pero no es tan fácil zafarse.
R. La gente está realmente ávida de soluciones. Empecé a escribir el libro siendo muy pesimista, pero lo acabé con mucha más esperanza. Hay experimentos muy exitosos en lugares tan distantes como Nueva Zelanda o Francia. Se pueden combatir los doce principales factores que están dañando nuestra atención. Para empezar, hay muchas cosas que podemos hacer como individuos en nuestra vida privada. Comprar un estuche para el móvil, por ejemplo. Es como una caja fuerte de plástico donde colocas tu teléfono y lo bloqueas dentro durante el tiempo que tú elijas. Una vez cerrado, no puedes abrirlo a no ser que lo rompas. Desde que lo tengo, no me siento a ver una película con mi pareja hasta que no hemos metido en prisión los móviles. Cuando salimos a cenar con amigos, todos los móviles van a la cárcel. Yo he logrado limitar su uso a tres horas al día gracias a estas bolsas. Solo con esto, la atención ya se recupera de manera impactante. También se puede instalar una aplicación llamada Freedom, que corta la conexión automáticamente a aplicaciones específicas a las que estés enganchado. ¿Son suficientes 10 minutos de TikTok al día? ¿10 minutos de Pornhub? ¿10 minutos de Amazon? Analizo un montón de soluciones como estas en el libro y estoy apasionadamente a favor de estos cambios individuales.
P. ¿Pero son suficientes?
R. Aquí quiero ser muy honesto con la gente porque creo que este debate no se suele abordar con honestidad. Los cambios individuales son muy importantes y los recomiendo encarecidamente, pero no son suficientes. Estamos siendo sistemáticamente invadidos y atacados por fuerzas extremadamente poderosas: la industria tecnológica, la alimentaria, el ambiente laboral, la contaminación de aire, etcétera. La analogía en la que siempre pienso es en la de una persona que está todo el día rociándonos con un polvo que produce unos picores terribles. Y luego, cuando ya te has arrancado la piel de rascarte, se acerca y te dice que eres un desastre, que tienes malos hábitos y que podrías aprender a meditar. ¡Pues vete a la mierda! ¡Deja de lanzarme esa basura por encima en lugar de darme consejos y decirme que medite! Tenemos que pasar a la ofensiva contra quienes nos están haciendo esto.
"¿El trabajador productivo es aquel que trabaja hasta el agotamiento?"
P. ¿Pero cómo se hace eso?
R. En el año 2018, en Francia se empezó a hablar mucho del agotamiento, de trabajadores agotados y quemados. El Gobierno, bajo presión de los sindicatos, empezó a tomar medidas. Dedicaron recursos a investigar qué estaba pasando y llegaron a la conclusión de que un factor clave era que casi la mitad de los trabajadores se sentían obligados a contestar al teléfono a cualquier hora del día. No podían dejar de revisar su teléfono y su correo electrónico, día y noche. Si no respondían a sus jefes, se metían en problemas. ¿Te acuerdas cómo era en nuestra infancia en este sentido?
P. ¿En cuanto a responder al teléfono en casa?
R. Sí, ¿alguna vez tus padres recibían llamadas del jefe cuando estaban en casa? Yo creo que no lo vi ni una sola vez en toda mi infancia. Solo el primer ministro y algunos cirujanos tenían que estar siempre disponibles. Y se les pagaba muy bien por ello. Ahora todo el mundo está disponible a todas horas. Tenemos a casi la mitad de la economía de guardia. Eso es insostenible. Es imposible tener aficiones, descansar, cuidar a los niños, etcétera, en esta situación. Los franceses han limitado eso por ley, regulando el derecho al descanso. Las horas de trabajo están descritas en el contrato. Estuve en París viendo si la normativa estaba siendo efectiva y desde luego no es una fórmula mágica, pero está funcionando. Se han impuesto ya multas de miles de euros a empresas que no cumplen la ley. Es un ejemplo de como un cambio colectivo puede impulsar a las personas a hacer cambios individuales en sus vidas. Cuando se pueden hacer las cosas de manera colectiva y te respalda la ley, es mucho más sencillo.
P. El problema de estas cosas es siempre su impacto en la productividad y la competencia. Si un individuo se niega a revisar su teléfono cuando llega a casa, sabe que es menos competitivo que el que sí lo hace. Cuando una empresa no atiende a sus clientes fuera del horario laboral, sabe que no puede competir con la que sí lo hace. Y, cuando un país o una región, tiene poblaciones que están desenchufadas de la máquina 12 horas al día, corre el riesgo de quedar atrás frente a quienes no hacen eso.
R. Estoy totalmente de acuerdo contigo y me hubiese gustado contemplar esto cuando escribí el libro. Pero estudiando la atención he podido pensar mucho sobre el propio concepto de productividad y cómo ha degenerado. ¿El trabajador productivo es aquel que trabaja hasta el agotamiento? ¿Es la primera persona que entra en la oficina por la mañana y la última en irse por la noche? ¿Es el que no duerme, está siempre disponible y te responde en menos de diez segundos siempre? La evidencia es que, de media, dormimos un 20% menos que hace un siglo. Hablé con el doctor Charles Czeisler , el principal experto en sueño del mundo, en la Escuela de Medicina de Harvard. Me dijo que, aunque todo lo demás se hubiese mantenido igual, el déficit de sueño por sí mismo ya estaría causando una gran crisis en la atención. Cuando no duermes, tu cerebro no puede concentrarse igual de bien. La gente que está siempre exhausta en el trabajo tiene un problema serio.
P. Otra sorpresa de tu libro es que defiendes mucho la divagación mental. No la meditación, sino la divagación, que es diferente.
R. A mí también me sorprendió cuando lo descubrí. Divagar es una acción que, en principio, no tiene connotaciones positivas. Dejar la mente volar sin control, sin poner un pódcast, sin música, sin hablar por teléfono. ¿Qué sentido tiene hacer eso? Cuando estuve en Provincetown no tenía teléfono y cuando salía a pasear no podía escuchar nada. Empecé a darme cuenta de que esos ratos eran mucho más creativos que el resto de mi día. Al cabo de un tiempo, me hacía sentir bien, pero no entendía por qué. Luego hablé con varios científicos que me lo explicaron. El valor de la divagación mental se ha vuelto a reivindicar en los últimos años y se han hecho muchos experimentos con resonancias magnéticas. La mente hace cosas realmente importantes cuando divaga. Procesa el pasado, le da vueltas al sentido del presente, anticipa el futuro, crea significados, planea, etcétera. Sobre todo te permite conectar unas cosas con otras, algo crucial en el trabajo creativo. La divagación mental ha sido eliminada casi del todo de nuestras vidas. Y, sin embargo, es muy importante. Yo ahora paseo durante una hora sin teléfono todos los días. Solo llevo un cuaderno, por si se me ocurre algo que merezca la pena anotar. Suele ser la hora más creativa y productiva de mi día.
P. Retomemos el tema de la gente más joven. En la industria del fútbol están preocupados porque hay quien dice que 90 minutos de partido es algo demasiado largo y aburrido para las nuevas generaciones. ¿Acabará adaptándose todo a estos nuevos ritmos? ¿Hasta los partidos de fútbol?
R. Es un problema muy complejo. Déjame empezar respondiéndote con un factor que no sea tecnológico para poder explicarlo mejor. La forma en que comen nuestros jóvenes está afectando enormemente su capacidad de concentración y su atención. Piensa en un desayuno con cereales azucarados o con bollos de mantequilla. Eso libera una gran cantidad de energía y llena de glucosa tu cerebro. Pero, una hora más tarde, cuando empieza la clase, ya no te queda energía y se produce una gran caída de glucosa. Cuando eso sucede, sufres niebla mental hasta la próxima merienda azucarada. Hablé de ello con Dale Pinnock, uno de los grandes nutricionistas de Gran Bretaña. Él dice que estamos alimentando a nuestros hijos metiéndolos en una montaña rusa de energía, con picos y caídas constantes. Si desayunases gachas de avena con arándanos, que liberan energía de manera muy constante, no tendrías esos bajones.
P. Es un problema mucho más estructural de lo que pensamos. ¿Eso quieres decir?
R. Eso es. Otro ejemplo, aún más impactante, es que muchos de los alimentos que les damos a nuestros hijos contienen sustancias químicas que actúan en sus cerebros como drogas. En el libro cito un estudio que se hizo en Southampton, en 2007. Escogieron a cerca de 200 niños y los dividieron en dos grupos. Al primer grupo solo le dieron agua. Al segundo, la mezclaron con un jarabe lleno de los aditivos que se utilizan en las comidas preparadas que se compran en los supermercados. Los que bebieron el agua mezclada eran significativamente más propensos a no poder concentrarse, a gritar y correr a lo loco. Los padres tenemos una responsabilidad en esto, pero creo que es una responsabilidad como poco compartida con la industria alimentaria. Es muy difícil convencer a un niño de que coma gachas con arándanos para desayunar si en el supermercado hay doscientos tipos de cereales azucarados y todos sus amigos desayunan cosas cargadas de azúcar.
P. Otro de los factores que son muy difíciles de combatir a nivel individual es el de la contaminación.
R. Los estudios que cito en el libro al respecto se hicieron en dos ciudades que fueron elegidas por sus altos niveles de contaminación. Una era Ciudad de México y la otra era precisamente Madrid. La profesora Barbara Demeneix estudió lo que ocurre cuando respiras sustancias como el hierro de manera cotidiana. Nada en la evolución humana ha preparado nuestros cerebros para esto. Causa inflamación cerebral, que a su vez causa problemas graves de atención. Otra conclusión, también extraída en pruebas realizadas en Madrid, es que los niños que vivían en áreas altamente contaminadas tenían en sus cerebros placas y ovillos parecidas a las de los pacientes con demencia senil. Si resolvemos estos problemas dentro de 100 años, miraremos hacia atrás y entenderemos por qué la gente luchaba por concentrarse. Personalmente, después de mi investigación, no creo que la tecnología sea el factor más importante, aunque obviamente es enorme. Es probable que la contaminación del aire sea aún más importante que la tecnología. Hay un debate intenso al respecto, pero esa es mi opinión.
"Hay que dejar que los niños jueguen libremente con otros niños sin que un adulto esté vigilando todo lo que hacen"
P. A los niños, dices, también les estamos destrozando la atención al sobreprotegerlos.
R. Mira, el juego es otro factor muy importante para los niños. En el libro entrevisto a una mujer increíble llamada Lenore Skenazy. Ella creció en Chicago en los años 60, y desde que tenía seis años, salía sola de casa todas las mañanas y caminaba a la escuela durante 20 minutos. Se topaba con otros niños e iban todos juntos. Cuando Lenore tuvo un hijo en la década de 1990, ya nadie dejaba que sus hijos fuesen solos a la escuela. Los padres ya les acompañaban y les miraban mientras cruzaban la puerta. Al ver esto, Lenore empezó a recordar lo que ocurría cuando volvía del colegio a casa. Deambulaban por el barrio durante horas, inventaban juegos y hacían lo que les apetecía hasta que tenían que ir a comer o tenían hambre. Sus hijos habían perdido eso, que era la normalidad de la infancia durante siglos.
P. ¿Y eso tiene efectos negativos sobre la atención?
R. Hay mucha evidencia de que esa infancia que perdimos contenía muchas cosas que eran realmente importantes para la atención. Empezando por el ejercicio. Los niños que pueden correr libremente desarrollan más neuronas en el cerebro y prestan más atención Es más, hay que dejar que los niños jueguen libremente con otros niños sin que un adulto esté vigilando todo lo que hacen. Solo así van a aprender cosas importantes como asumir riesgos, persuadir a otros niños o elaborar un relato interesante. Cosas que después les sirven para enfocar su propia atención y lidiar con la ansiedad. Aunque teníamos muy buenas intenciones, les estamos arrebatando todo eso. Les estamos convirtiendo en seres ansiosos y temerosos, incapaces de concentrarse.
P. ¿Cuál es la solución?
R. Lenore descubrió que, en 2003, solo el diez por ciento de los niños estadounidenses jugaban alguna vez al aire libre sin que estuviese presente un adulto. Algo asombroso. Creó un proyecto brillante para organizar a pequeñas comunidades. La única manera de hacerlo hoy en día es convencer a varias familias. Si eres el único que deja ir solo a tu hijo al colegio, corres el riesgo de ser percibido como un loco. Pero si convences a más gente y lo organizas, se convierte en una iniciativa preciosa. Pasé mucho tiempo viendo cómo funcionan estos programas, en lugares como Long Island, y es realmente genial. En uno de esos programas conocí a un chaval de 14 años que, hasta entonces, nunca había podido jugar fuera sin un adulto presente. Fue conmovedor. Me contó que lo primero que hicieron fue jugar a la pelota en el parque y que solo después empezaron a adentrarse en el bosque a pesar de que no tenían cobertura allí dentro. ¿Y qué hacéis en el bosque?, les pregunté. Y me respondió que hacían cabañas y fuerte. Explorar, adentrarse, descubrir, son cosas que solo había hecho en los videojuegos, y estaba entusiasmado. Estaba haciendo algo tan sencillo y tan inalcanzable hoy en día como construir un fuerte en el bosque con sus amigos.
P. ¿En definitiva?
R. Al final, estamos permitiendo que nuestros hijos estén expuestos a la basura que les inyectan las empresas tecnológicas, a la basura de la industria alimentaria, a la contaminación que inflama sus cerebros, a nuestra sobreprotección que no les deja ejercitarse y jugar libremente… y luego nos asombramos cuando tienen ansiedad, no se concentran, o no desarrollan ciertas habilidades. El doctor James Williams, el filósofo de la atención más citado del mundo, dice que pasaron millones de años antes de que a un ser humano se le ocurriese poner un mango a una piedra para fabricar un hacha. Ahora los cambios son tan bruscos y tan rápidos que la mayoría de las cosas de las que hemos hablado en esta entrevista no existían en nuestra infancia. Por eso el desafío es tan enorme. Lo estamos sufriendo en tiempo real. Creo que podemos resolverlo, pero tenemos que asumir que hay que forzar algunos cambios. No somos campesinos medievales mendigando alrededor del castillo del rey Zuckerberg para que nos devuelva algunas migajas de nuestra atención. Somos ciudadanos libres de democracias y dueños de nuestras mentes. Podemos recuperar la atención si nos lo proponemos.
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